05 Jun
05Jun

Cada mañana en Francia era un desafío Olímpico. Nadie estaba preparado para lo que sucedería. Yo era una mujer con un desierto en los ojos. Me recuerdo caminado por el aeropuerto Internacional Barajas en España, completamente sola, con dos maletas que pesaban tres veces más que yo, las luces de la mañana atravesaban los ventanales. Sin Wifi, sin familia, sin nada, sin nadie, nadando en un mar de extraños, me sentía tan sola como el piloto Antoine de Saint-Exupéry en el desierto del principito. Tenia los brazos y las piernas destruidos por llevar las maletas por todo Madrid, las malas indicaciones, los policías malhumorados, la cantidad de estaciones, el ruido de los trenes, el sonido de las llamadas perdidas, las personas corriendo de una puerta a otra, las salas de espera llenas de noticias recientes sobre la unión europea, los retrasos, las quejas en todos los idiomas del mundo, el desierto de Barcelona que me besaba los ojos y el ejecutivo que iba a mi lado durante el viaje. Yo no había dormido en 48 horas, los ojos me rogaban cerrarse como dos puertas que se quieren cerrar por la brisa, pero no podía dormir, tenía mucho más miedo de equivocarme de estación y no poder llegar a Francia. Cuando llegué, la francesa con la que me alojaba estaba histérica, hablo rapidísimo, no sé cómo mi cerebro pudo entender ese diálogo, llegué a mi cuarto solté las maletas y me encerré en el armario para poder hablar por celular, por que a esa hora no podía hacer ruido. Ni siquiera un poco.

De pronto mis amigos en Colombia comenzaron a resbalarse entre mis dedos como la arena del mar. Muchos me abandonaron, y mi vida en Colombia aparecía un mal recuerdo. Los primeros días son peor de lo que alguien se pueda imaginar, siempre había sido pésima madrugando y cuando caminaba en medio del invierno casi que podía quedarme dormida de pie, pero el frío era tan fuerte que me reventaba la punta de los dedos. Muchas veces me acariciaba los pies maltratados de tanto caminar pero mis manos estaban más heladas que el vidrio de la ventana. Me sacaron de clase aunque fuera una estudiante brillante. Muchas veces me quedé en el pasillo. Sola. Muchas veces no podía hablar español porque a los otros estudiantes les molestaba no entender de que estaba hablando. Me perdí cuatro veces, y me desesperé tanto que me reía. Yo no tenía todas las respuestas, casi siempre no sabía que estaba haciendo. Muchas veces me senté a suspirar en los parques pensado "¿Qué voy a hacer?" Me quedaba dormida en las bibliotecas, un lugar en el que si me sentía segura de dormir entre los libros que tantas veces me consolaban los dolores que me causaban las personas diariamente.

Recuerdo que sacaron mis maletas a la calle el día que se cumplió el plazo y tenía que buscar un alojamiento nuevo. Solo me hierve la sangre de pensar que los dos años que busqué cada noche sin dormir una beca en mi país para poder estudiar lejos, me di cuenta de que todas las becas, que eran de por sí pocas, las tenían dos universidades privadas y una pública. O sea que para viajar o eras millonario, o eras el mayor prodigio de medicina. Yo no podía estar en Francia, no tenía como, no tenía dinero. Francia se volvió entonces un gigante que despertaba sólo para buscarme y aplastarme. La odisea de los estudiantes de artes es mil veces peor que las que cualquier otro se pueda imaginar. Hay que estar locos para hacer lo que yo hice, lo que tal vez otros hicieron. No se imaginan el calibre de la desesperación. Yo buscaba monedas en la calle después de clases. A mi el hambre me nublaba la vista mientras caminaba, me susurraba mentiras al oído. Tuve que buscar comida en la basura, esto es real. El hambre me golpeaba por dentro, el frío me asfixiaba por fuera y yo quería vivir. Me enfermé, me odié, me cansé, me consolé, me fastidié, me olvidé, me adoré, me escuché, me encontré, me amé y me construí. Porque hay momentos tan difíciles que si no los vences se van a poner peor, entonces entendí claramente que la vida es un asco, pero es más asquerosa la persona que te vuelves si no la enfrentas.

Injusticias hubieron y hubieron demasiados malos momentos, pero allí estaba yo tratando de domar ese león que es Europa con una paciencia tremenda. Yo me miraba en los vidrios de la ópera y contemplaba a una mujer muy débil. Si no me hacía fuerte pronto esa bestia me iba a devorar viva y de la peor manera. Miré al cielo, sentí el primer rayo de sol comenzando el verano, Dios que alegría, la brisa soplaba helada y el sol era tan fuerte que a veces la podía sentir tan tibia. Amé el sol como nunca algunos días de invierno era eso lo único que me aliviaba el alma. 

Corría en verano feliz por las calles porque no habían tormentas, ni lluvia, ni brisas heladas, ni abrigos negros, sentía como me bailaban las hojas por dentro, había algo más en todos mis días, había algo que yo no podía ver. Había algo que me acercó a casa, que me trajo comida, y me dio monedas en lugares en los que jamás aparece una moneda. Había algo que me abrazaba en las noches y me cuidaba de todo lo que se puede posar en una ventana. Puedo mirar entre las hojas de los árboles y sentir algo en este mismo momento. Mi vida tal vez sea predestinada, por alguna razón que no sea buena, o tal vez sí, quién sabe, como tantos de los milagros que me pasaron después de tantos problemas. Yo era inteligente pero esto escapaba de mi control, yo siento una energía, no sé que es, pero eso es lo único que me acompaña al caminar. Nada más. Y si pasara algo malo de nuevo, quiero confesar que; amé estar aquí, amé estar en Francia, amé todos los problemas que me trajo este lugar, a ninguna persona, a mí no me gustan las personas, Francia es mi hogar, este es mi lugar, lo encontré, pero no sé porque amo tanto estar aquí.

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