Mi abuela solía quitarse los anillos para hundir sus manos entre la mantequilla el azúcar, la harina y los huevos. Batía con su mano la gran masa dulce en la que yo hundía el dedo para saborear el azúcar y la mantequilla fundidos. Mi abuela solo se reía, nunca hablaba cuando batía las tortas pero al contrario de ella yo no me callaba, hablaba de casi cualquier cosa que se me pasara por la mente. Mi abuela me daba ordenes de que tenía que verter primero, un ingrediente en cada momento preciso. No le fallaba, me encantaba ver como la yema de los huevos se volvía un sol que se desvanecía en la masa dulce que tenía los colores y las dunas de un desierto.
Se abría el horno, se meten los moldes de metal y se cerraba la puerta del horno. Recuerdo que vi millones de veces el ritual de batir una torta durante mi infancia. Esas tardes en la casa de la abuela con Ana Delia yo fui feliz lamiendo mis dedos y las cucharas, es un preciado recuerdo, a veces todavía siento el azúcar entre los labios y sonrió.