La belleza.
La belleza de sentir que alguien te extraña en las largas horas, que se acurruca a tu lado sintiendo frío buscando el calor que no tiene ningún valor pero como hace falta entonces, sentir el latido del otro durante la larga ausencia. Buscaba mis manos, mis manos que han vivido más que yo, que han amado más de lo que yo podré. Nos acariciamos las manos sin mirarnos, sin trucos de magia, llevaba sus manos a mi cabello, lo peinaba, lo saboreaba, mi cabello se perdía en su rostro, se abrazaba a sus labios.
Todo era una colección de suaves toques, sus dedos cálidos sobre mi cabello frío, uno tras otro, en silencio y sin que yo lo mirase, sus toques seguían con el paso de las horas, no había un ritmo ni una secuencia a la memoria era natural, él invadía espacios sagrados contemplando con ternura lo poco que iba descubriendo sólo, mientras yo no lo miraba. Los dedos visitaron la piel descubierta por la ropa. Una piel fría por la brisa helada que me busca en las tardes de invierno. Toques delicados sobre mi rostro, sobre mi cuello, y el salto de su cabeza cayendo en mi pecho lo hacía inmensamente feliz, lo hacía tan feliz, que se levantaba para mirarme y llevar mis manos a su rostro, después, considerándose él poco interesante, suavemente dejaba mis manos sobre mis piernas para darme toques de piano en las mejillas, regresando al cabello, a la piel del cuello, esa piel que para él es trágicamente suave y dulce, porque no sintió jamás que la suya bajo su cuello fuese así, se sorprende tanto que lleva mi mano a su garganta y escucho su voz impregnada de palabras en francés que no hacen vibrar tanto su piel como el español. Sonrío. Sonríe. Dejamos de mirarnos.
Él continúa sin mí, cae otra vez con una sonrisa en mi pecho, como si cayera en un manantial de nubes escondidas. No lo miro. Su cabello me toca los labios. Su cabello es tan rizado porque el amor adquiere esa única forma, porque no puedo amar a otro hombre que no tenga rizos acariciando mis labios.