Si algo me viene a la cabeza durante estos días fríos y calurosos, es el momento en el que mi abuela extendía la ropa en el patio. Sacaba la ropa limpia y la extendía en las cuerdas del patio, las sábanas, las camisas, y los pantalones.
No se porque ese recuerdo me trae tanta felicidad, tal vez porque siempre he tenido la certeza de creer que la felicidad es algo simple, minúsculo y posible, porque es la respuesta más difícil de creer, nadie pensaría que la felicidad está bajo una piedra de un estanque, bajo el beso de un amante querido, bajo del silencio de una casa, bajo de los ojos de un hijo que duerme sin culpas.
Pero el hombre la busca en lugares inalcanzables. En lugares en donde no existe. En lugares donde nunca la encontrará.
Yo salía a correr entre las sábanas que se movían por la brisa que nos llegaba al viejo patio, corría de sábana mojada en sabana mojada como si estuviera dentro de un bosque. Lo hacía cientos de veces, y cientos de veces lo disfruté. Después cuando mi abuela recogía la ropa terminando el día, yo me colgaba de las cuerdas vacías de los tendederos para mirar el cielo, el trozo de cielo que se veía desde nuestro patio, pero algo maravilloso del cielo es que siempre se ve inmenso así lo veas a través de la ventana más pequeña, y con los ojos más pequeños.