El omelette estaba servido, el periódico sobre la mesa bien doblado cerca del jugo de naranja. Habia agua fresca en diferentes vasos de cristal, y los cristales brillaban sobre la madera con la luz de un sol cálido en verano, los crepes estaban cubiertos de queso de cabra y otros de chocolate tibio. Habia café negro en cuatro tazas, las tostadas cubiertas por mantequilla, mermelada, granos y frutos rojos, el humo, el calor de la comida, dibujaba figuras en las sombras. Ana estaba suspendida por las figuras del humo del café, le encantaba imaginar formas con el humo y el reflejo de los cristales. Al otro extremo de la mesa larga estaba Alejandro mirándola extasiado partiendo el pan francés por la mitad y comiéndolo por pedazos con las manos.
Uno de los niños, hijo de la cocinera había escondido en sus bolsillos dos eclairs de frambuesa, y el regaño de la madre no se hizo esperar. Alejandro sonrió. Ana salió del ensueño y lo miró.
-Cuando era niño comencé a esconder cosas debajo de la ropa en mi armario. Cosas que solo yo, sabía que existían.
-¿Secretos?-dijo Ana con la mano en la mejilla, todavía adormecida le sonrió.
-Siento como si te hubiese buscado por un largo tiempo. Te ves hermosa, muy hermosa.-dijo él, mirándola por última vez y comenzando a cortar su omelette en cuatro partes. Ana se levantó de la mesa descalza. Caminó hacia Alejandro, y extendió la mano para acariciarle la mejilla y la barba. Un hábito que a él le hacía falta como un ritual. Las manos de Ana eran para Alejandro un lugar de magia, Ana pintaba y Alejandro se quedaba horas detrás de la puerta sin que ella lo escuchará. Su delirio era verla cuando estaba sola, incluso escuchar cuando hablaba sola. Ana tenía ese hábito extraño de hablarse todo el tiempo a si misma, Alejandro encontraba eso dulce, porque Ana peleaba más con ella que con cualquier otra persona durante el dia. Muchos de los monólogos de Ana, hacían reír a Alejandro cuando leía en la biblioteca. Alejandro, solo se podía reír a carcajadas con Ana. No había otra persona que pudiera hacer eso con tanta facilidad. Él es amable por protocolo, sonriente, pero muchas veces es autómata, hace las cosas porque están programadas, reírse espontáneamente para él es difícil, porque encuentra a las otras personas insoportables.
-¿Porque no estás casado? -dijo ella. Pero Ana, siguió su camino hacia las puertas de la cocina. Alejandro, comenzó a reírse solo.
Le respondió en voz alta -Hay cosas que quiero hacer, pero que simplemente no puedo hacer sin ti -levantando la cabeza hacia al techo, abriendo el periódico. Los perros empezaban a mirarlo y los niños de la servidumbre a sentarse a su lado para tomar el desayuno.
El palacio imperial tenía un aire diferente cuando los dos monarcas estaban en casa, lo cual no ocurría siempre. Cuando Ana estaba desvistiéndose en el cuarto, ella podía escuchar la guitarra de Alejandro. Él, podía entrar en el taller de Ana porque ella retomaba sus trabajos suspendidos, Alejandro podía verlo lleno de tazas de café con leche a medias, pero no de ella, de él, que se escabullía secretamente para mirar lo que sea que hiciera allí dentro. Era excesivamente delicado con todo lo que miraba dentro de aquel taller. Ana odiaba que alguien tocara algo allí sin su permiso, incluso él. Habían bocetos de los niños, de las criadas, pegados en las paredes de la sala próxima a los jardines, y dibujos de Alejandro también, a Ana le encantaba evitar tanta formalidad en ambientes tan profundamente familiares.
Siempre ambos estaban descalzos, Arthur terminaba llevando las pantuflas devuelta al dormitorio principal. El jardín, volvía a ser el centro de partidas de ajedrez, Alejandro era excepcionalmente bueno, le gustaba mirar a Ana perder, y a veces preocupado porque ella lo derrotase. Ambos eran malos perdedores. Los baños en la alberca eran más ruidosos, los niños solían gritar de felicidad, pero ni Ana ni Alejandro consideraban los gritos de niños felices como ruido. Se tumbaban a tomar el sol juntos, mientras Alejandro le leía a Ana, aunque él sabía que Ana se dormíria sobre su pecho, él lo hacía aun así siempre por placer. A ella le gustaba comer de las uvas, mientras Alejandro tocaba el piano, y se sentaba a su lado para darle uvas con sus manos. Se reían, porque por más que ella tratara, Ana, no podía tocar el piano tan despacio como él. Durante las noches, Ana bajaba las escaleras en pijama y lo encontraba preparándose su café, siempre a la misma hora, entonces se acostaba con él en el sofá y terminaba por sentarse en sus piernas y comenzaban a hablar mirando se el uno al otro en silencio.
-¿Que se siente tener a una chica tan hermosa sola en este palacio solo para ti?-dijo Ana con un tono elegante.
-¿Chica?-contesto Alejandro mirándola, listo para corregirla- Eres una mujer muy hermosa sola en este palacio solo para mi- finalizo con una sonrisa orgullosa. No perdía oportunidad para corregirla con suavidad. Adoraba ser quién descubriera todos sus malos hábitos de la niñez. Aunque nunca le pidió que dejara de ser niña. Porque ambos eran un par de niños malcriados por sus abuelos.
Cuando Ana despierta cada madrugada, ella comienza a vestirse primero que él, se maquilla escuchando música clásica japonesa y eso despierta a Alejandro, lo primero que él se coloca en la mañana, es el reloj, que deja toda la noche en la gaveta de la mesa de noche izquierda, Ana conoce el sonido del cajón abriéndose, sale del baño y él la mira caminar, ella toma una de las sábanas blancas y la extiende para cubrirlo a él y después casi de inmediato ella se mete debajo de la sabana, mientras cae sobre ambos y comienzan a susurrar.
-Quedémonos aquí, muramos aquí, debajo de esta sabana, no tengo ganas de hacer nada hoy, a veces quisiera estar solo aquí bajo de esta sábana mágica en donde no pasa el tiempo con ricitos mi amigo imaginario-dijo Ana riéndose en voz baja.
-¿y si descubren que estamos aquí por cuarenta años?-susurro Alejandro sonriente.
-Cuarenta años más, cuarenta años menos ¿cual es la diferencia?-susurro Ana presuntuosamente, acariciándole el cabello.
-Eso está un poco loco emperatriz pero como tú amigo imaginario te aconsejo que.. ¡Madures! -dijo Alejandro y ambos rieron a carcajadas. Después de la primera risa de la mañana. Se levantan, se separan, y Arthur acompaña a Ana en todas sus obligaciones. Alejandro siempre la mira cuando entra en el auto. Después, mira el reloj.
Alejandro es un prodigio. Le gusta encerrarse horas sin hacer ruido. Le gusta pasar horas sin hablar. Es retraído, silencioso, obsesivo. Trabaja en exceso en la ciudadela, donde las mujeres van a sus conferencias, solo por escucharlo, su voz, es una voz preciosísima. Tiene un aire romántico y melancólico. No mira directamente a los ojos a nadie, por que sus ojos no tienen pupila. Son completamente negros, entonces, Alejandro se aburre de escuchar la pregunta del porqué es ese el color de su mirada y no otro, trata de pasar desapercibido para no contar la historia triste de sus ojos sin fondo. Lleva documentos todo el tiempo. Lapiceros en los bolsillos. Le gusta acariciar las páginas cuando lee un párrafo que le sorprende o que le desconcierta. Recorta fotos y las pega en las paredes. Le gusta ponerle nombre de artistas a los gatos. Es un celoso innegable. Posesivo discreto. Amante de la comida gourmet. Le gusta cocinar. Políglota. Rencoroso. Prefiere los reptiles y las plantas carnívoras. Tiene siete. Se culpa. Besa suave. Meticuloso. Contradictorio. Solitario. No sabe bailar. Experto en esperar demasiado. Indiferente. Reprime todas sus emociones hasta el punto de reprimir también las risas. Excesivamente tímido. Callado y prudente. Sabe decir no. Ama el silencio. No podría vivir sin la música, tiene miedo de nunca poder escapar del pasado, camina en las cornisas de los edificios antiguos, ama las alturas, ama los precipicios, entra a lugares que no puede entrar, rompe reglas y desobedece, le gustan los atardeceres, le gusta caer. Fuma. Pasa horas en el ordenador escribiendo. Cierra con llave cada vez que entra a un cuarto. Viaja por tiempos muy largos. Toca el piano. Toca la guitarra. Jamás le ha cantado una canción a ninguna mujer en toda su vida. Ama nadar. Le encanta el mar y la arena. Siempre lleva perros y gatos a casa. Es demasiado responsable. Lee poesía, pero no escribe poesía. Tiene ataques de ira. Grita cuando está solo. Le gusta escuchar música a oscuras mirando las ventanas abiertas. Deja que todo permanezca desordenado por varios días. Le gusta llorar y después beber vino. Le gusta la lluvia. Las películas que nadie entiende. Los libros que nadie lee. Los dioses griegos que hacían sufrir a los hombres. Hace cálculos. Escribe cartas a mano. Tiene una caja con recuerdos que esconde en su armario. Tierno sin medida. Mago y soñador.
Alejandro pasa horas meticulosamente analizando a Ana cada parte de su personalidad, Ana le interesa, no se puede controlar y eso lo desconcierta, porque le gusta pasar desapercibido entre las personas, porque su fuerte no es hablar porque sí, porque nadie es tan capaz de entender lo que él pudiera decir, le gusta saber todo de las personas sin que ellas sepan mucho de él, pero si Ana está en la misma galería que él, en el mismo teatro, en el mismo museo, en la misma biblioteca, hay algo dentro de ella que a él no parece humano, muchas veces se cansa, se frustra, porque no la entiende, y disputan.
-¿Te enviaron para arruinarme la noche? ¡También toda mi vida!-gritó Ana intensamente.
-¡Controlate!-gritó Alejandro mirándola fijamente queriendo alejarse.
-¡Todas estas reglas, los libros, la música, el arte, estar vigilándome todo el tiempo! ¡Todo es un juego para ti!-continuó Ana gritando.
-¿Cual juego?-dijo Alejandro mirando hacia el suelo, sin entender, ardiendo en cólera rechinando los dientes.
-No me gusta este libro-dijo Ana tomando uno de sus libros en la biblioteca, apresuradamente, y mirándolo con rabia.
-¡Tal vez algún día cambies tus gustos!-contestó él con un grito.
-¡Tal vez mis gustos me agradan!-le gritó ella de nuevo.
-Tener gustos incorrectos te lleva a tener más problemas-dijo sin mirarla, cubriéndose los ojos con sus manos, y presionándolos, porque sabía que muy posiblemente, ella podía llorar para convencerlo.
-¡Tal vez estoy buscando problemas!-gritó ella. Saliendo del cuarto.
Azotan las puertas uno contra el otro. Vuelven a discutir, pasan semanas sin hablar, vuelven a discutir, dejan de ir al museo, al teatro y a la biblioteca. Vuelven a discutir, dejan de cenar juntos. Vuelven a discutir, dejan que la alberca se llene de hojas secas. Vuelven a discutir, dejan de caminar por el jardín. Vuelven a discutir, dejan de tocar el piano. Vuelven a discutir, dejan de preparar café. Vuelven a discutir, dejan de jugar ajedrez. Vuelven a discutir, dejan de buscarse.
Entonces una tarde. Ana vuelve a pintar, a solas en silencio y Alejandro cierra sus libros de psicología, se levanta, detiene el tocadiscos, sale de la biblioteca porque hay demasiado silencio, se pregunta ¿dónde está Ana?, comienza a caminar lejos del estudio, sale de su bunker, deja la música atrás, y como si ella misma se lo hubiera revelado en un secreto, encuentra ese cuarto donde esta ella tumbada en el suelo sobre el tapete con la puerta entreabierta, sumergida en ese mundo que solo le pertenece a ella, él está lejos de toda esa magia, de todo ese amor incomprensible, de la dramática intensidad que ella vive por dentro en los oscuros y más profundos lugares de su espíritu vírgenes para todos los que la conocen, donde nadie puede salvarla de toda esa tragedia, la tragedia de mantener el equilibrio en una vida, que no es nada más, que un derrumbe de tristezas, una colección de ilusiones viejas y rotas. No existe el tiempo, él puede quedarse horas de pie detrás de la puerta, sin darse cuenta, rechina los dientes de la ansiedad de ser sorprendido, tiene miedo de interrumpirla pero no se va. Ana esta pintando. Y él, quiere ver que vive dentro de su mente.