Mi felicidad durante muchos años fue la misma: Un escritorio.
Solía abrir la puerta del cuarto, y con unas ganas incontroladas querer sentarme en mi escritorio a hacer lo que se me diera la real gana de hacer allí. En silencio y sin nadie. Pasaba toda la madrugada trabajando en mis pequeños proyectos, placeres, planes personales, la guerra de papeles, lápices y pegatinas en la pared. Un paraíso de madera. Mi único lugar para enfrentarme a todos los problemas cotidianos y futuros. Ese era mi cuartel, ahí descansaba, me preparaba para remediar todo lo que no supiera a hacer, para intentar, para decidir, y para descartar.
Me encantaba hacer rechinar la silla de atrás hacia delante, un sonido que repetía millones de veces, el sonido del lápiz golpeando la madera, y las cosas hechas a mi manera, porque solo a mi manera las entiendo.