Subí las escaleras blancas. Estelle había colocado sobre la mesa esas cartas kawaii que tanto nos gustan a ambas, un juego de memoria antes de las diez de la mañana, me sentí niña otra vez. Me sentí genuinamente feliz. Ella también lo estaba, noté que se había puesto labial. El rosa no me gustó en absoluto, pero la vi tan feliz que fingí que ese color era el indicado. Hablaba emocionada mientras jugábamos, ahora todo se trata del atletismo, siempre la escucho con atención porque realmente quiero saber de que tiene ganas de hablar conmigo, yo solo interrumpía para hacer comentarios astutos que iban directo a su sentido del humor. A ese sentido del humor delicioso que tiene, me encanta hacerla reír, y es bastante extraño porque yo no hago reír a nadie. Pero con ella quiero tratar de ser alguien divertido, quizás, alguien que se preocupa por que te rías al menos una vez al día. No olvido el detalle del smartwatch que esta en el lavamanos algunas veces cerca de los perfumes y los anillos, que se esta colocando sagradamente para mantenerse en forma. Ciertamente yo odio correr, con las piernas y con la mente pero no deja de sorprenderme la manera natural en la que nos entendemos juntas y separadas. Jeanne me miraba desde el otro lado de la mesa. Reconozco esa mirada. Esa mirada cálida y brillante. Su nueva mirada secreta. Me preocupa profundamente que me vea como alguien fantástico. ¡Oh Dios que estoy diciendo! Me da pánico sentir como empieza a colocar en silencio sus frágiles expectativas invisibles encima de mis hombros antes de las diez de la mañana. Louise se queda felizmente a mi lado porque ella todo lo sabe, sabe que la queremos aunque no gane, aunque no juegue.