Pascal odia el español, cuando cursaba la escuela un profesor español se burló de él durante sus clases. Así que le causaba rabia la lengua española desde ese momento. Se sentía incómodo. Lo evitaba lo más que podía. Se aferraba a su lengua materna, el francés, más que a la vida misma. Yo había cogido el hábito de hablar en tres idiomas, y tenia la paciencia para hacerlo. Habia adquirido la habilidad de molestarlo en tres lenguas diferentes así que empezó a verse interesado en las palabras del español, solo un poco, y una noche mientras hablábamos del destino, me dijo que quería leer en español un poema que le gustaba. Carta a un hijo, Rudyard Kipling. Cuando comenzó, las ganas de reírme fueron incontenibles, los franceses cuando hablan en español son terriblemente graciosos, debido a que tenemos acentos demasiado opuestos, y la burla es inminente. Uno siente risas desde que pronuncian la primera vocal. Pero el orgullo francés es supremamente delicado, hasta los indigentes son orgullosos en Francia, así que me hizo jurarle que no me iba a reír ni una vez, cumplí mi palabra, pero se me bajaron las lágrimas de la risa al comienzo, después, poco a poco, entendí, el inmenso esfuerzo que estaba haciendo agregándole las eses al final de los verbos, tratando de hablar en una lengua que para él, es una obra de arte de Jackson Pollock, me conmovió profundamente, lo miraba, lo entendía, en mi mente le completaba las eses y las vocales que le faltaban, así debía verme yo algunos días en el interior de su mente francesa, pero lo cierto era que estaba decidido tratando de vencer por unos minutos el fantasma de la lengua del Quijote. Él estaba venciendo, solo, los molinos de viento para llegar a dulcinea.